Dos años después de aquella madrugada del 24 de febrero en que las sirenas y las explosiones sonaron por primera vez en muchas de sus ciudades, los ucranianos han tenido que adaptarse a una realidad en la que la necesidad de seguir viviendo con normalidad se cruza a diario con las más descarnadas tragedias.
En las ciudades más alejadas del frente y en una capital protegida por las mejores defensas antiaéreas, pero también en poblaciones muy cercanas a la línea de combate como Sloviansk o Kúpiansk, la mayoría de residentes continúa con sus quehaceres cotidianos aún cuando se han declarado alertas que avisan de la llegada de drones o misiles enemigos.
Ignoran la recomendación de las autoridades de bajar a los refugios antiaéreos -o quedarse en espacios de las casas sin ventanas y separados del exterior por dos paredes- sabiendo que se exponen al riesgo de que caiga en su zona el dron o el misil que anuncian en sus móviles la aplicación del Gobierno y los canales de Telegram especializados.
La alternativa sería pasar varias horas todos los días esperando el fin de las alarmas en una estación subterránea de metro o en los sótanos desangelados de los que disponen muchos edificios de viviendas, algo que sí se ha convertido en rutina para los más cautos o quienes viven en las zonas más atacadas por las fuerzas rusas.
Ganas de vivir
Las ganas de vivir son más importantes que nunca en un contexto de guerra en el que todos los ucranianos han perdido a familiares y amigos, tienen a seres queridos en el frente o sufren en sus propias carnes el desplazamiento interno o la experiencia traumática del combate.
En las grandes ciudades del país, bares, restaurantes y clubes de baile siguen funcionando con horario adaptado al toque de queda.
Detrás de esta imagen de frivolidad que los prorrusos aprovechan en las redes para desacreditar a Ucrania, se esconden innumerables tragedias personales de gente que quiere seguir siendo dueña de su destino y no está dispuesta a dejar de reír, divertirse y arreglarse.
“La gente necesita entusiasmarse y sentir cosas bonitas, no sólo llorar y sufrir”, dice el guía y divulgador cultural de la ciudad ucraniana de Járkov Max Rozenfeld.