Eduardo se levantó aquella mañana algo desanimado, hace algún tiempo, producto de la pandemia, que había perdido su trabajo, la cuarentena había minado sus fuerzas y lo mismo ocurría con su esposa y sus dos pequeños niños. La poca ayuda que recibía del estado apenas alcanzaba para alimentarse y, por otra parte, las deudas crecían hasta volverse impagables.
Ese día, luego de tomar una taza de café caliente, salió a probar suerte y tratar de encontrar algo que hacer para generar el tan necesario ingreso que le permitiera sustentar a su familia y afrontar las necesidades y obligaciones del día a día.
Caminaba absorto en sus pensamientos, fabricando en su mente un mundo utópico donde todo era hermoso y no existían las injusticias, donde todos velábamos cada uno por el otro, un mundo sin guerras, sin hambre, con amor, con mayor equidad y justicia social.
Absorto en su totalidad por ese mundo paradisiaco se encontró de repente parado frente al escaparate de un negocio que le llamó poderosamente la atención; desde el umbral mismo del local se respiraba una profunda paz y sin quererlo, ni saber por qué, una sonrisa se le dibujó en el rostro. Él mismo no recordaba cuándo fue la última vez que sonrío o cuándo fue la última vez que sintió esa profunda paz mezclada con un sentimiento de tanto amor que casi lo empujó a entrar al local.
Con pasos cortos, y maravillado con la belleza del lugar, se acercó al señor en el mostrador y le preguntó:
- ¿Señor, que se vende aquí?
- Los regalos de Dios. Le respondió el señor.
- ¿Cuánto cuestan? Volvió a preguntar
- ¡No cuestan nada! ¡Aquí todo es gratis! Son regalos señor.
Eduardo, algo extrañado, contempló el local y vio que había enormes jarros de amor, pequeños frascos de fe, hermosos paquetes de esperanza, lindas cajitas de salvación, mucha sabiduría, grandes fardos de perdón, paquetes grandes de paz y muchos otros regalos.
Eduardo, maravillado con todo aquello, pidió:
- Por favor, quiero el mayor jarro de amor, todos los jarros de perdón y un frasco grande de fe, para mí, mis amigos y familia. ¡Ah! Y agregue por favor, mucha esperanza.
Entonces, el señor preparó todo y le entregó un pequeño paquetito que cabía en la palma de su mano.
Incrédulo, Eduardo dijo:
- ¿Pero, cómo puede estar aquí todo lo que pedí?
Sonriendo, el señor le respondió:
- En el Local de Dios no vendemos frutos, solo semillas. ¡Plántelas!
Cuántas veces nos sentamos a esperar frutos de semillas que no hemos sembrado, o esperamos recibir el pago por algo en lo que no hemos trabajado. Hoy es el mejor día para empezar a sembrar esas semillas de fe, paz, amor
con la seguridad de que solo así, en muy poco tiempo veremos frutos.
Sembrar, es el mensaje de ahora en adelante. Y usted ¿qué está sembrando hoy? Recuerde que dependiendo de su siembra así mismo será su cosecha.
No os engañéis; Dios no puede ser burlado: pues todo lo que el hombre sembrare, eso también segará. Gálatas 6:7
Te invito hoy a sembrar semillas de fe.