Había una vez, hace cientos de años, en una ciudad de Oriente, un hombre que cada noche caminaba por las oscuras calles del lugar llevando una lámpara de aceite encendida.
En una de esas tantas noches, aquel extraño hombre, de alegre sonrisa y rostro muy sereno, caminaba, como era su costumbre, por aquellas desiertas calles mientras entonaba en su silbido una bella melodía de adoración. Parecía estar inundado de una gran alegría y su rostro irradiaba una hermosa luz, quizá más resplandeciente que la que emanaba de aquella lámpara de aceite que llevaba consigo.
La ciudad era muy oscura, especialmente en las noches sin luna como aquella, sin embargo esto no parecía perturbar a nuestro extraño caminante; muy al contrario, parecía llenarlo de una alegría inigualable y levantaba cada vez más alto aquel precioso objeto que portaba en su mano.
Caminaba tan absorto en su melodía que no sintió la cercanía de la persona que llegaba a sus espaldas; un extraño que lo miró con atención, tratando de descubrir quién era el portador de aquella inusual alegría y de esa lámpara que iluminaba las sombrías calles.
Ya al llegar a su lado aquel extraño lo miró y de pronto lo reconoció. Se dio cuenta de que era Piero, el ciego del pueblo y su amigo de muchos años. Entonces, le dice: - ¿Qué haces Piero, tú ciego, con una lámpara en la mano? Si tú no ves, de nada te sirve alumbrar estas oscuras calles.
Entonces, Piero el ciego se detiene, se acerca aún más a él, le palpa el rostro para estar seguro de quién es su interlocutor y con esa paz y esa alegría característica de él le responde:
- Fonsi, amigo mío, yo no llevo la lámpara para ver mi camino. Yo conozco la oscuridad de estas calles de memoria. Llevo la luz para que otros encuentren su camino cuando me vean a mí. No solo es importante la luz que me sirve a mí, sino también la que yo uso para que otros puedan también servirse de ella. Cada uno de nosotros puede alumbrar el camino para uno y para que sea visto por otros, aunque uno aparentemente no lo necesite.
Es como aquel anciano que cerca de sus últimos días siembra semillas de un fruto que no verá, por los años que tardará en nacer, pero con la certeza de que otros comerán de ese fruto tal como lo hizo él.
Alumbrar el camino de los otros no es tarea fácil... Muchas veces en vez de alumbrar oscurecemos mucho más el camino de los demás. ¿Cómo? A través del desaliento, la crítica, el egoísmo, el desamor, el odio, el resentimiento...
¡Qué hermoso sería sí todos ilumináramos los caminos de los demás!
Meditémoslo.
Vosotros sois la luz del mundo; una ciudad asentada sobre un monte no se puede esconder. Ni se enciende una luz y se pone debajo de un almud, sino sobre el candelero, y alumbra a todos los que están en casa. Así alumbre vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras, y glorifiquen a vuestro Padre que están los cielos. Mateo 5:14-16